Tu eres el fuego.

«Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro».

Así oraba san Juan de la Cruz, expresando que el alma que busca a Dios se enciende con la llama viva del amor, deseando el feliz encuentro. En el «profundo centro» de nuestro ser, en lo más hondo de nuestra alma, se encuentra el deseo de buscar a Dios y de que, al hallarlo, «se encienda en nosotros el fuego del amor».

Este fuego de amor divino no es otro que el Espíritu Santo, tal como lo anunciaba el Precursor: «Está para llegar uno con más poder que yo... Él los bautizará con el Espíritu Santo y el fuego» (Lc 3,16). Ese que ha venido es el Hijo de Dios, quien trae consigo al Espíritu Santo, prometido y entregado a sus discípulos como tesoro: «Recibirán la fuerza del Espíritu Santo cuando venga sobre ustedes, y serán mis testigos... hasta los extremos de la tierra» (Hch 1,8). Conforme a la promesa del Señor, este fuego del Espíritu se derramó sobre los primeros discípulos «como lenguas de fuego que se repartieron y fueron posándose sobre cada uno de ellos» (Hch 2,3), y desde entonces proclamaron con valentía el Evangelio a todo el mundo. Además, transmitieron el Espíritu Santo a los demás, encendiendo el fuego del amor divino en quienes escuchaban la Buena Noticia de salvación.

San Francisco de Asís admiraba el fuego por «alumbrar la noche y ser bello, alegre, robusto y fuerte». Todos estos atributos pueden descubrirse en la tercera persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo:

Es el fuego del Espíritu el que «ilumina las tinieblas del corazón», ayudándonos a caminar con sabiduría en las noches oscuras del alma.
Es la llama del Espíritu la que nos purifica y nos permite reconocer en nosotros mismos y en los demás la belleza de Dios, del cual somos imagen.
Es este fuego el que nos llena de vigor y valentía, manteniendo la alegría en medio de las persecuciones y dificultades (Hch 5,41), y nos da la fuerza necesaria para perseverar hasta el fin (Mt 24,13).

Nos corresponde a nosotros pedir este don con insistencia, como en una antigua plegaria:

«Ven, Espíritu Santo,
llena los corazones de tus fieles,
y enciende en ellos el fuego de tu amor.
Envía tu Espíritu Creador
y renueva la faz de la tierra».
Amén.

Un juglar de Dios.

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