Dice el salmista:
«Todos esperan de ti que les des la comida a su tiempo;
se la das, y ellos la recogen; abres tu mano, y quedan saciados.
Si escondes tu rostro, se espantan; si les quitas el aliento, expiran y vuelven al polvo.
Si envías tu aliento, son creados, y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104).
De este modo, los cristianos creemos que el Espíritu Santo no solo es la fuerza creadora de Dios desde el principio del tiempo (Gn 1, 2), sino también quien nos hace nueva creación, gracias al sacrificio de Cristo, quien nos ha reconciliado de manera definitiva con Dios. Cristo abre la puerta del Reino, cerrada por nuestros pecados, y al abrirla, sopló con fuerza el Espíritu hacia todos aquellos que esperan la liberación definitiva, viviendo al modo del Espíritu, según la enseñanza del Maestro: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3, 8). Podríamos decir que con Él alcanzamos la plena libertad, aquella que nos hace verdaderamente libres (Jn 8, 32). No es casual que también sea llamado «Espíritu de la Verdad» (Jn 14, 17).
Así pues, solo el Espíritu que nos creó puede re-crearnos. Solo Él puede renovarnos, ya que nos conoce profundamente, porque fue quien nos creó. Es por ello que, desde antiguo, la Iglesia reza:
«Ven, Espíritu Creador,
visita las almas de tus fieles;
llena con tu divina gracia
los corazones que creaste».
Creer en Dios significa confiar en que, aunque parezca imposible, Él y solo Él es capaz de «hacer nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5).
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.