Por el bautismo llegamos a ser miembros de la Iglesia. Decimos «miembros» también en sentido metafórico, como los miembros de un cuerpo, ya que, al unirnos a Cristo mediante la fe, formamos un solo cuerpo. De este modo, compartimos con Cristo la dignidad de ser hijos de Dios. Este es un misterio de nuestra fe, bellamente expresado en una fórmula litúrgica: «Por Cristo, con Él y en Él». Por Cristo somos salvados; con Él alcanzamos la vida eterna; en Él llegamos a ser verdaderamente hijos de Dios. Y es que, como dice el Apóstol: «Con su muerte, Cristo los reconcilió y los integró a su mismo ser humano mortal, de modo que ahora son santos, sin culpa ni mancha ante Él» (Col 1, 22). Por tanto, cada bautizado es miembro de la Iglesia y posee la dignidad y libertad de un hijo de Dios, porque la salvación se realiza en el Hijo.
Así como por la fe y el bautismo llegamos a ser hijos de Dios, también nos asociamos a la misión de Cristo: ser sal de la tierra y luz del mundo. Por ello, nos dice el Señor: «Hagan, pues, que brille su luz ante los hombres; que vean estas buenas obras, y por ello den gloria al Padre de ustedes que está en los cielos» (Mt 5, 16). En este pueblo existe una ley fundamental: el amor. Por eso, «amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, pues Dios es amor. Miren cómo se manifestó el amor de Dios entre nosotros: Dios envió a su Hijo único a este mundo para que tengamos vida por medio de Él. En esto está el amor: no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados... si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos mutuamente» (1Jn 4, 7-11).
El amor nos une como pueblo de Dios, manifiesta al mundo la salvación de Cristo y nos da la ciudadanía del cielo.
Un juglar de Dios.
Así como por la fe y el bautismo llegamos a ser hijos de Dios, también nos asociamos a la misión de Cristo: ser sal de la tierra y luz del mundo. Por ello, nos dice el Señor: «Hagan, pues, que brille su luz ante los hombres; que vean estas buenas obras, y por ello den gloria al Padre de ustedes que está en los cielos» (Mt 5, 16). En este pueblo existe una ley fundamental: el amor. Por eso, «amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, pues Dios es amor. Miren cómo se manifestó el amor de Dios entre nosotros: Dios envió a su Hijo único a este mundo para que tengamos vida por medio de Él. En esto está el amor: no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados... si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos mutuamente» (1Jn 4, 7-11).
El amor nos une como pueblo de Dios, manifiesta al mundo la salvación de Cristo y nos da la ciudadanía del cielo.
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.