«Así como la voluntad de Dios es un acto y se llama mundo, así su intención es la salvación de los hombres y se llama Iglesia», afirmó Clemente Alejandrino. El misterio de la Iglesia se comprende a la luz de la voluntad divina, que nos creó para vivir unidos a Él. Dios nos pensó, nos amó y nos hizo capaces de creer en Él y relacionarnos con Él. Más aún, nos llama a entrar en comunión con Él. Este llamado, dirigido a todos, nos convoca, es decir, nos invita a reunirnos con el propósito de participar en la comunión de la vida divina. Esta convocación es lo que llamamos Iglesia. Por ello, en lo profundo de nuestro corazón está inscrito el deseo de ser Iglesia, de responder a esta invitación de Dios para entrar en comunión con Él.
La Iglesia fue fundada por Jesucristo, pero su preparación comenzó mucho antes, cuando Dios eligió a un pueblo como suyo. Este pueblo, el antiguo Israel, es signo del futuro cumplimiento, en el que «subirán hacia él muchos pueblos... El Señor gobernará las naciones y enderezará a la humanidad» (Mi 4, 2a.3a).
Fundada por Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, la Iglesia es, a la vez, humana y divina. Es «visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina» (Sacrosanctum Concilium, 2). San Bernardo describió a la Iglesia como «una casa modesta y un palacio real», porque en ella se congregan hombres y mujeres colmados de fragilidades y dolores, encontrando en el llamado de Dios la puerta de entrada al Reino de los cielos, aquel lugar en donde «no habrá muerte ni lamento, ni llanto ni pena» (Ap 21, 4). La Iglesia misma es semilla de este Reino futuro, que dará frutos plenos en la vida eterna.
En su misterio, la Iglesia convoca al ser humano, quien solo encuentra su plenitud en Dios.
Un juglar de Dios.
La Iglesia fue fundada por Jesucristo, pero su preparación comenzó mucho antes, cuando Dios eligió a un pueblo como suyo. Este pueblo, el antiguo Israel, es signo del futuro cumplimiento, en el que «subirán hacia él muchos pueblos... El Señor gobernará las naciones y enderezará a la humanidad» (Mi 4, 2a.3a).
Fundada por Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, la Iglesia es, a la vez, humana y divina. Es «visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina» (Sacrosanctum Concilium, 2). San Bernardo describió a la Iglesia como «una casa modesta y un palacio real», porque en ella se congregan hombres y mujeres colmados de fragilidades y dolores, encontrando en el llamado de Dios la puerta de entrada al Reino de los cielos, aquel lugar en donde «no habrá muerte ni lamento, ni llanto ni pena» (Ap 21, 4). La Iglesia misma es semilla de este Reino futuro, que dará frutos plenos en la vida eterna.
En su misterio, la Iglesia convoca al ser humano, quien solo encuentra su plenitud en Dios.
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.