En nuestro tiempo, es común escuchar a promotores de una espiritualidad cristiana de corte individualista, que proclaman: «Cristo sí, Iglesia no». Este tipo de fe, individual o, mejor dicho, aislada, gana muchos adeptos porque, al pretender creer «de cara a Dios sin ninguna mediación», se fomenta una espiritualidad en la que cada individuo se convierte en la medida de la fe. Así, se acepta o se rechaza lo que cada persona considera válido respecto al símbolo de la fe, fragmentándola hasta el punto en que cada quien cree en un Dios a su medida. Este Dios, que no exige nada ni llama a la conversión, queda moldeado según los límites que establece cada creyente.
Sin embargo, esta forma de creer contradice la voluntad de Dios, quien nunca quiso salvar a los hombres de manera aislada, sino constituyéndolos en «un solo cuerpo y un mismo espíritu, pues ustedes han sido llamados a una misma vocación y una misma esperanza: un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está por encima de todos, que actúa por todos y está en todos» (Ef 4, 4-7). Si una sola es la fe, no tienen cabida doctrinas o enseñanzas particulares y aisladas, porque Cristo no está dividido (cf. 1Co 1, 10-13).
Desde el comienzo de la historia de la salvación, Dios quiso salvar y santificar a un pueblo elegido. En Cristo, esta salvación se extiende a todos los pueblos, formando «un solo rebaño con un solo pastor» (Jn 10, 16). A este nuevo rebaño, el nuevo pueblo de Dios, se ingresa mediante la fe en Jesús y el bautismo, porque «el que crea y se bautice se salvará» (Mc 16, 16). Dios ha querido que toda la humanidad se una como un solo pueblo en la Iglesia, alcanzando así la salvación.
Un juglar de Dios.
Sin embargo, esta forma de creer contradice la voluntad de Dios, quien nunca quiso salvar a los hombres de manera aislada, sino constituyéndolos en «un solo cuerpo y un mismo espíritu, pues ustedes han sido llamados a una misma vocación y una misma esperanza: un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está por encima de todos, que actúa por todos y está en todos» (Ef 4, 4-7). Si una sola es la fe, no tienen cabida doctrinas o enseñanzas particulares y aisladas, porque Cristo no está dividido (cf. 1Co 1, 10-13).
Desde el comienzo de la historia de la salvación, Dios quiso salvar y santificar a un pueblo elegido. En Cristo, esta salvación se extiende a todos los pueblos, formando «un solo rebaño con un solo pastor» (Jn 10, 16). A este nuevo rebaño, el nuevo pueblo de Dios, se ingresa mediante la fe en Jesús y el bautismo, porque «el que crea y se bautice se salvará» (Mc 16, 16). Dios ha querido que toda la humanidad se una como un solo pueblo en la Iglesia, alcanzando así la salvación.
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.