Cuando el joven Francisco de Asís oraba devotamente en una ruinosa capilla a las afueras de la ciudad, contempló, por gracia de Dios, una visión: el crucifijo de esa capilla le habló, llamándolo por su nombre: «Francisco, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al suelo» (Memoriale, 10). Esa «casa» era, a primera vista, la pequeña capilla en ruinas, pero también simbolizaba la Iglesia de su época, amenazada por la mundanidad, los afanes temporales y la sed de poder. Francisco fue llamado a emprender una obra material, pero también a asumir su papel como obrero en la restauración espiritual de la Iglesia.
La imagen de la Iglesia como una construcción o morada es recurrente en la Escritura. Así lo expresa el Apóstol: «También ustedes, como piedras vivas, edifíquense y pasen a ser un templo espiritual, una comunidad santa de sacerdotes que ofrecen sacrificios espirituales agradables a Dios, por medio de Cristo Jesús» (1Pe 2, 5). El mismo Señor se define a sí mismo como la piedra angular (Hch 4, 11) y ha establecido a sus apóstoles como cimientos (Ap 21, 14) de esta casa que llamamos Iglesia. De este modo, la Iglesia, que es una realidad tanto humana como divina, es perfecta y, a la vez, está en constante construcción. Es indestructible (Mt 16, 18), pero puede experimentar ruina si los creyentes no se convierten. Es la casa de Dios, pero también la casa de los que creen en Él, e incluso de quienes aún no creen, porque los espera con las puertas abiertas.
Así, como Francisco, estamos llamados a edificar la Iglesia mediante nuestra propia transformación. Nosotros, como piedras vivas, hacemos visible la perfección invisible de Dios. La Iglesia es una obra en construcción permanente, al igual que la transformación continua que Dios obra en sus miembros.
Un juglar de Dios.
La imagen de la Iglesia como una construcción o morada es recurrente en la Escritura. Así lo expresa el Apóstol: «También ustedes, como piedras vivas, edifíquense y pasen a ser un templo espiritual, una comunidad santa de sacerdotes que ofrecen sacrificios espirituales agradables a Dios, por medio de Cristo Jesús» (1Pe 2, 5). El mismo Señor se define a sí mismo como la piedra angular (Hch 4, 11) y ha establecido a sus apóstoles como cimientos (Ap 21, 14) de esta casa que llamamos Iglesia. De este modo, la Iglesia, que es una realidad tanto humana como divina, es perfecta y, a la vez, está en constante construcción. Es indestructible (Mt 16, 18), pero puede experimentar ruina si los creyentes no se convierten. Es la casa de Dios, pero también la casa de los que creen en Él, e incluso de quienes aún no creen, porque los espera con las puertas abiertas.
Así, como Francisco, estamos llamados a edificar la Iglesia mediante nuestra propia transformación. Nosotros, como piedras vivas, hacemos visible la perfección invisible de Dios. La Iglesia es una obra en construcción permanente, al igual que la transformación continua que Dios obra en sus miembros.
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.