San Agustín afirma que «la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios», expresando así que la Iglesia aspira a la plenitud del Reino de Dios. Esta es una realidad que, aunque ya se hace presente en este mundo por gracia divina, solo alcanzará su plenitud en la vida eterna. De hecho, la misma existencia de la Iglesia es una manifestación de que el Reino futuro ya está presente, porque «Dios ya reina entre ustedes» (Lc 17,21).
Así, del mismo modo en que Jesús vino a anunciar la Buena Noticia de la cual Él mismo es parte (pues su venida al mundo es ya la gran buena noticia de salvación), la Iglesia anuncia la promesa del Reino futuro a los creyentes. Al mismo tiempo, ella misma significa la presencia de ese Reino y comunica de forma visible la gracia invisible que representa. Dado que llamamos «sacramentos» o «misterios» de Dios a los signos y modos mediante los cuales Él nos santifica y salva, es propio afirmar que la Iglesia, querida por Dios para nuestra salvación, es sacramento universal de salvación.
En palabras más sencillas: la Iglesia hace visibles las realidades espirituales invisibles y trae al presente aquello que se nos ha prometido para el mundo futuro. Ella nos salva, aunque la salvación plena solo se alcance en la vida eterna, y nos revela el rostro de Dios, aunque solo lo contemplaremos cara a cara en la eternidad (1Jn 3,2). La Iglesia, que desde su fundación no ha dejado de existir, es prueba de que Dios permanece fiel a sus promesas a lo largo de la historia. Mientras haya Iglesia, habrá presencia y acción de Dios en el mundo, porque ella comunica el amor del Padre, la salvación del Hijo y la gracia del Espíritu Santo. La permanencia de la Iglesia a través del tiempo es signo de la fidelidad perpetua de Dios que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al pleno conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4).
Un juglar de Dios.
Así, del mismo modo en que Jesús vino a anunciar la Buena Noticia de la cual Él mismo es parte (pues su venida al mundo es ya la gran buena noticia de salvación), la Iglesia anuncia la promesa del Reino futuro a los creyentes. Al mismo tiempo, ella misma significa la presencia de ese Reino y comunica de forma visible la gracia invisible que representa. Dado que llamamos «sacramentos» o «misterios» de Dios a los signos y modos mediante los cuales Él nos santifica y salva, es propio afirmar que la Iglesia, querida por Dios para nuestra salvación, es sacramento universal de salvación.
En palabras más sencillas: la Iglesia hace visibles las realidades espirituales invisibles y trae al presente aquello que se nos ha prometido para el mundo futuro. Ella nos salva, aunque la salvación plena solo se alcance en la vida eterna, y nos revela el rostro de Dios, aunque solo lo contemplaremos cara a cara en la eternidad (1Jn 3,2). La Iglesia, que desde su fundación no ha dejado de existir, es prueba de que Dios permanece fiel a sus promesas a lo largo de la historia. Mientras haya Iglesia, habrá presencia y acción de Dios en el mundo, porque ella comunica el amor del Padre, la salvación del Hijo y la gracia del Espíritu Santo. La permanencia de la Iglesia a través del tiempo es signo de la fidelidad perpetua de Dios que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al pleno conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4).
Un juglar de Dios.
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