Desde los tiempos de los apóstoles, a los cristianos se les ha llamado también «santos» (Hch 9, 13), expresando así que el bautismo, al hacernos cristianos, nos santificó. Si la Iglesia es la gran familia de todos los bautizados, tiene pleno sentido llamarla «santa». Pero, sobre todo, la Iglesia es santa porque santo es su fundador. Esta santidad consiste en unirnos plenamente a su divino fundador cumpliendo su mandamiento: «Que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado. En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se amen unos a otros» (Jn 13, 34-35). El amor mutuo, a ejemplo de Jesús y el Padre, es el signo visible que el mundo contempla, y también el distintivo de la Iglesia, un cuerpo visible llamado a ser sacramento universal de salvación.
Si la Iglesia es sacramento universal de salvación y fuera de ella no existen en plenitud los medios para alcanzarla, podemos afirmar que es santa y que su misión en este mundo es nuestra santificación. Cuanto más firmemente creamos en Cristo, más nos amemos mutuamente y seamos signo de salvación para el mundo, más santos seremos.
De esta manera, llegamos a profesar, junto con la santidad de la Iglesia, nuestra propia vocación: ser santos. De otro modo, no tendría sentido adherirse a ella ni profesar la fe en su doctrina. Si estamos en la Iglesia, es para ser santos. Y para ello, ella misma, como Madre, nos ofrece el ejemplo de aquellos que llamamos «santos»: hombres y mujeres de todos los tiempos que se decidieron radicalmente a seguir a Cristo, muchos de ellos inspirados por otros santos antes que ellos. Quizás el ejemplo más edificante sea el de Ignacio de Loyola, quien, leyendo sobre la vida de los santos, un día se preguntó para sus adentros: «¿Y si yo hiciera lo mismo que san Francisco o santo Domingo?». La santidad es, en última instancia, la apuesta radical por amar a Dios y al prójimo, encontrando en ese amor la verdadera felicidad.
Un juglar de Dios.
Si la Iglesia es sacramento universal de salvación y fuera de ella no existen en plenitud los medios para alcanzarla, podemos afirmar que es santa y que su misión en este mundo es nuestra santificación. Cuanto más firmemente creamos en Cristo, más nos amemos mutuamente y seamos signo de salvación para el mundo, más santos seremos.
De esta manera, llegamos a profesar, junto con la santidad de la Iglesia, nuestra propia vocación: ser santos. De otro modo, no tendría sentido adherirse a ella ni profesar la fe en su doctrina. Si estamos en la Iglesia, es para ser santos. Y para ello, ella misma, como Madre, nos ofrece el ejemplo de aquellos que llamamos «santos»: hombres y mujeres de todos los tiempos que se decidieron radicalmente a seguir a Cristo, muchos de ellos inspirados por otros santos antes que ellos. Quizás el ejemplo más edificante sea el de Ignacio de Loyola, quien, leyendo sobre la vida de los santos, un día se preguntó para sus adentros: «¿Y si yo hiciera lo mismo que san Francisco o santo Domingo?». La santidad es, en última instancia, la apuesta radical por amar a Dios y al prójimo, encontrando en ese amor la verdadera felicidad.
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.