Templo del Espíritu.

San Ireneo afirmaba: «Allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia». Nosotros creemos que el Espíritu, el mismo que nos da vida, es quien vivifica a la Iglesia como su cuerpo. Más aún, este Espíritu es la garantía de la unidad del cuerpo, ya que nos conduce a una misma fe en el único Señor. Asimismo, del mismo modo que afirmamos que por el bautismo somos templo del Espíritu, declaramos que la Iglesia, como asamblea de todos los bautizados, es el verdadero Templo del Dios vivo. En este templo nos edificamos «hasta ser un santuario espiritual de Dios» (Ef 2, 22).

De muchas formas, el Espíritu suscita la armonía entre los miembros del cuerpo y Cristo, su cabeza: en el bautismo, que nos hace herederos de una misma fe y de las promesas divinas; en los demás sacramentos, que incrementan esa gracia santificante que procede de Dios; en la Palabra de Dios, que el Espíritu inspiró para ser escrita, y que sigue inspirando para que sea interpretada y vivida; y en las buenas obras que suscita en los creyentes, como señala la parábola en la que cada cual rinde fruto «unos ciento, otros sesenta, otros treinta» (Mt 13, 23).

Es en esta Iglesia donde el Espíritu otorga dones y carismas, es decir, gracias espirituales concedidas a ciertas personas para el beneficio de todo el Cuerpo de Cristo. No existe una lista exhaustiva de carismas o gracias particulares que el Espíritu puede otorgar, ya que «el Espíritu sopla donde quiere» (Jn 3, 8). Este Señor y dador de vida concede (y retira) sus dones según su misterioso designio. A nosotros nos corresponde permanecer unidos y arraigados en este templo espiritual, sirviendo de la mejor manera posible a la unidad del Cuerpo vivo de la Iglesia.

Un juglar de Dios.

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