Ante todo, el Bautismo es una consagración: el Espíritu Santo se derrama sobre nosotros y nos une a Cristo, a su divinidad, al mérito de su sacrificio redentor, a su condición de Hijo de Dios y a las funciones u oficios propios de su misión. Así como el Padre ungió a Cristo con el Espíritu Santo, también nos unge a nosotros en el Bautismo, haciéndonos, como a Cristo, sacerdotes, profetas y reyes.
Al recibir el Bautismo, nos hacemos partícipes de la vocación común del pueblo de Dios, pues somos «un reino de sacerdotes y una nación consagrada» (Ex 19, 6). Decimos que todos los bautizados somos sacerdotes porque hemos sido consagrados (es decir, apartados y elegidos) para Dios, con el propósito de ofrecerle sacrificios espirituales. El primero de estos sacrificios es la oración, así como el ocupar un lugar activo en la asamblea litúrgica. Desde allí, somos sacerdotes porque hemos recibido de Dios el poder y la responsabilidad de santificar nuestra propia vida como una ofrenda al Padre, convirtiendo nuestros pensamientos, palabras y obras en instrumentos para la glorificación de Dios en el mundo.
Por la fe, participamos del oficio profético de Cristo. Al confesar públicamente nuestra fe en Jesús, su Señorío sobre el mundo y la verdad de sus palabras divinas, nos acreditamos como testigos de su gloria, proclamando «la muerte del Señor hasta que venga» (1Co 11, 26). De este modo, nos unimos a la misma fe que sostuvieron los santos a lo largo de la historia, especialmente los mártires: aquellos que dieron su vida como testimonio de Cristo en un mundo que lo rechaza.
Finalmente, todo el pueblo de Dios se une, por el Bautismo, a la función regia de Cristo. En efecto, Cristo es Rey, pero su reino no es de este mundo (Jn 18, 36). Él mismo, como Rey y Señor, nos enseña: «Los gobernantes de las naciones actúan como dictadores y los que ocupan cargos abusan de su autoridad. Pero no será así entre ustedes. Al contrario, el que quiera ser grande entre ustedes deberá ser su servidor, y el que quiera ser el primero entre ustedes deberá ser esclavo de todos. Hagan como el Hijo del Hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 25-28).
La Iglesia es el pueblo de los consagrados por Dios: un pueblo llamado a glorificarlo, anunciarlo y santificar al mundo entero con su mismo Espíritu.
Un juglar de Dios.
Al recibir el Bautismo, nos hacemos partícipes de la vocación común del pueblo de Dios, pues somos «un reino de sacerdotes y una nación consagrada» (Ex 19, 6). Decimos que todos los bautizados somos sacerdotes porque hemos sido consagrados (es decir, apartados y elegidos) para Dios, con el propósito de ofrecerle sacrificios espirituales. El primero de estos sacrificios es la oración, así como el ocupar un lugar activo en la asamblea litúrgica. Desde allí, somos sacerdotes porque hemos recibido de Dios el poder y la responsabilidad de santificar nuestra propia vida como una ofrenda al Padre, convirtiendo nuestros pensamientos, palabras y obras en instrumentos para la glorificación de Dios en el mundo.
Por la fe, participamos del oficio profético de Cristo. Al confesar públicamente nuestra fe en Jesús, su Señorío sobre el mundo y la verdad de sus palabras divinas, nos acreditamos como testigos de su gloria, proclamando «la muerte del Señor hasta que venga» (1Co 11, 26). De este modo, nos unimos a la misma fe que sostuvieron los santos a lo largo de la historia, especialmente los mártires: aquellos que dieron su vida como testimonio de Cristo en un mundo que lo rechaza.
Finalmente, todo el pueblo de Dios se une, por el Bautismo, a la función regia de Cristo. En efecto, Cristo es Rey, pero su reino no es de este mundo (Jn 18, 36). Él mismo, como Rey y Señor, nos enseña: «Los gobernantes de las naciones actúan como dictadores y los que ocupan cargos abusan de su autoridad. Pero no será así entre ustedes. Al contrario, el que quiera ser grande entre ustedes deberá ser su servidor, y el que quiera ser el primero entre ustedes deberá ser esclavo de todos. Hagan como el Hijo del Hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 25-28).
La Iglesia es el pueblo de los consagrados por Dios: un pueblo llamado a glorificarlo, anunciarlo y santificar al mundo entero con su mismo Espíritu.
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.