En la visión de la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que tuvo Juan, se nos dice: «La muralla de la ciudad descansa sobre doce bases, en las que están escritos los nombres de los doce apóstoles del Cordero» (Ap 21,14). Esta nueva edificación, la Iglesia, de la cual somos «piedras vivas» (1Pe 2,5), está construida «sobre el fundamento de los apóstoles» (Ef 2,20). Así lo quiso el mismo Señor, quien al inicio de su misión «convocó a los Doce, les dio autoridad y poder sobre todos los demonios y para curar enfermedades; y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar» (Lc 9,1-2).
De este modo, en el gran cuerpo de la Iglesia, formada por todos los discípulos del Señor, Él eligió a un grupo de doce, al que dotó de autoridad sobre este nuevo pueblo. Así, «cuando todo comience nuevamente, y el Hijo del Hombre se siente en su trono de gloria, ustedes también se sentarán en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mt 19,28). Por ello, mientras esperamos la segunda venida de Cristo, la Iglesia permanece en la unidad de la fe, gracias a su fidelidad a la enseñanza y autoridad de los apóstoles. Además, en la Iglesia se conservan las fuentes de gracia y santificación que Jesús dejó a los apóstoles, a quienes mandó: «Hagan esto en memoria mía» (Lc 22,19).
Este ministerio o servicio de enseñar, santificar y gobernar al nuevo pueblo de Dios no terminó con la muerte de los doce apóstoles. Desde muy temprano, ellos se preocuparon por transmitir este poder y misión a otros, como ocurrió cuando, tras la muerte de Judas, los apóstoles, luego de orar, eligieron a Matías como su sucesor (Hch 1,15-26). De la misma manera, la misión y potestad de los apóstoles se mantiene en el tiempo a través de sus sucesores, los obispos. Estos están llamados de un modo particular a animar la misión de anunciar el Evangelio a todos los pueblos, cumpliendo así la promesa de Jesús: «Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin de la historia» (Mt 28,20).
Un juglar de Dios.
De este modo, en el gran cuerpo de la Iglesia, formada por todos los discípulos del Señor, Él eligió a un grupo de doce, al que dotó de autoridad sobre este nuevo pueblo. Así, «cuando todo comience nuevamente, y el Hijo del Hombre se siente en su trono de gloria, ustedes también se sentarán en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mt 19,28). Por ello, mientras esperamos la segunda venida de Cristo, la Iglesia permanece en la unidad de la fe, gracias a su fidelidad a la enseñanza y autoridad de los apóstoles. Además, en la Iglesia se conservan las fuentes de gracia y santificación que Jesús dejó a los apóstoles, a quienes mandó: «Hagan esto en memoria mía» (Lc 22,19).
Este ministerio o servicio de enseñar, santificar y gobernar al nuevo pueblo de Dios no terminó con la muerte de los doce apóstoles. Desde muy temprano, ellos se preocuparon por transmitir este poder y misión a otros, como ocurrió cuando, tras la muerte de Judas, los apóstoles, luego de orar, eligieron a Matías como su sucesor (Hch 1,15-26). De la misma manera, la misión y potestad de los apóstoles se mantiene en el tiempo a través de sus sucesores, los obispos. Estos están llamados de un modo particular a animar la misión de anunciar el Evangelio a todos los pueblos, cumpliendo así la promesa de Jesús: «Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin de la historia» (Mt 28,20).
Un juglar de Dios.
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