La oración mariana del Santo Rosario es una de las formas más preciosas de culto que la Iglesia rinde a María, pues se lleva a cabo meditando los misterios de la vida de Jesús en el Evangelio. Se honra a María al meditar y hacer nuestra la vida de su Hijo. Como decía san Juan Pablo II, «en la sobriedad de sus partes, el Rosario concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor».
Esta finalidad cristocéntrica se alcanza al meditar sucesivamente los misterios de la vida de Cristo y, más aún, al contemplarlos en nuestra propia vida. Esto implica entender la meditación como el acto de profundizar con la mente y el corazón mientras se ora, y la contemplación como la prolongación de esa meditación a lo largo del día y en todos los ámbitos de nuestra existencia.
Rezar el Rosario con atención, reflexionando sobre los misterios de gozo, luz, dolor y gloria de Cristo, nos protege de la tentación contra la que nos previno el mismo Señor cuando dijo: «cuando pidan a Dios, no imiten a los paganos con sus letanías interminables: ellos creen que un bombardeo de palabras hará que se los oiga» (Mt 6, 7). Es por ello que el Rosario, para que produzca los abundantes frutos que prometen no solo la Iglesia, sino también la misma Madre de Dios, debe rezarse con «un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso que favorezcan en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del Corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza» (San Pablo VI).
Rezar el Santo Rosario es recorrer la senda de la salvación de Cristo, tomados de la mano de Aquella que le enseñó a caminar.
Un juglar de Dios.
Esta finalidad cristocéntrica se alcanza al meditar sucesivamente los misterios de la vida de Cristo y, más aún, al contemplarlos en nuestra propia vida. Esto implica entender la meditación como el acto de profundizar con la mente y el corazón mientras se ora, y la contemplación como la prolongación de esa meditación a lo largo del día y en todos los ámbitos de nuestra existencia.
Rezar el Rosario con atención, reflexionando sobre los misterios de gozo, luz, dolor y gloria de Cristo, nos protege de la tentación contra la que nos previno el mismo Señor cuando dijo: «cuando pidan a Dios, no imiten a los paganos con sus letanías interminables: ellos creen que un bombardeo de palabras hará que se los oiga» (Mt 6, 7). Es por ello que el Rosario, para que produzca los abundantes frutos que prometen no solo la Iglesia, sino también la misma Madre de Dios, debe rezarse con «un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso que favorezcan en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del Corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza» (San Pablo VI).
Rezar el Santo Rosario es recorrer la senda de la salvación de Cristo, tomados de la mano de Aquella que le enseñó a caminar.
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.