En los primeros tiempos de la Iglesia, durante la predicación de los apóstoles, «la multitud de los fieles tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba como propios sus bienes, sino que todo lo tenían en común. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con gran poder, y ese era para todos un tiempo de gracia excepcional. Entre ellos ninguno sufría necesidad, pues los que poseían campos o casas los vendían, traían el dinero y lo depositaban a los pies de los apóstoles, quienes lo repartían según las necesidades de cada uno» (Hch 4, 32-35). Esto se conoce como la «comunión de los santos»: la unión común de los fieles en las cosas santas, ya sea en la oración y liturgia compartidas, en la distribución de bienes o en la disposición para un fin común: servir a los pobres sin buscar el propio interés (1 Co 13, 5).
La vida cristiana es un llamado constante a salir de nuestra individualidad para encontrarnos con el otro, dejando de lado incluso nuestra propia comodidad y aquellas convenciones o limitaciones humanas que puedan obstaculizarnos. Por eso, cuando el Señor instruye a aquel maestro de la ley sobre quién es el prójimo (Lc 10, 29), relata la historia de un hombre gravemente herido en el borde de un camino, encontrado por tres desconocidos. Los dos primeros, un sacerdote y un levita, hombres de probada virtud y de la misma nacionalidad que el herido, no lo ayudan. Solo un extranjero, de un pueblo enemigo, «se compadeció de él. Se acercó, curó sus heridas con aceite y vino, se las vendó, lo montó sobre el animal que llevaba, lo condujo a una posada y se encargó de cuidarlo» (Lc 10, 33-34). La comunión de los santos es una invitación a ensanchar el corazón más allá de los límites de nuestro egoísmo, encontrando a Dios en el otro, que, como nosotros, ha sido creado a su imagen y semejanza.
Un juglar de Dios.
La vida cristiana es un llamado constante a salir de nuestra individualidad para encontrarnos con el otro, dejando de lado incluso nuestra propia comodidad y aquellas convenciones o limitaciones humanas que puedan obstaculizarnos. Por eso, cuando el Señor instruye a aquel maestro de la ley sobre quién es el prójimo (Lc 10, 29), relata la historia de un hombre gravemente herido en el borde de un camino, encontrado por tres desconocidos. Los dos primeros, un sacerdote y un levita, hombres de probada virtud y de la misma nacionalidad que el herido, no lo ayudan. Solo un extranjero, de un pueblo enemigo, «se compadeció de él. Se acercó, curó sus heridas con aceite y vino, se las vendó, lo montó sobre el animal que llevaba, lo condujo a una posada y se encargó de cuidarlo» (Lc 10, 33-34). La comunión de los santos es una invitación a ensanchar el corazón más allá de los límites de nuestro egoísmo, encontrando a Dios en el otro, que, como nosotros, ha sido creado a su imagen y semejanza.
Un juglar de Dios.
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