La ofrenda del Pueblo

Los fieles cristianos participan en la misión sacerdotal de Cristo cuando ofrecen su propia vida. Así como en la antigüedad el sacerdote entraba en el santuario para presentar su ofrenda, Jesús entró en el santuario de Dios ofreciendo la ofrenda suprema de su propia vida. «Los sacerdotes están de servicio diariamente para cumplir su oficio, ofreciendo repetidas veces los mismos sacrificios, que nunca tienen el poder de quitar los pecados. Cristo, por el contrario, ofreció por los pecados un único y definitivo sacrificio y se sentó a la derecha de Dios» (Hb 10, 11-12).

Si los fieles nos unimos a nuestro Señor, también nosotros debemos ofrecer nuestra vida como una ofrenda agradable al Padre. Sin embargo, esta ofrenda solo da fruto si está unida a la de Cristo, pues Él es nuestro único mediador y Sumo Sacerdote.

La ofrenda de los fieles es grata a Dios cuando está en armonía con la voluntad de Cristo, quien nos enseña cuál es el sacrificio que verdaderamente le agrada: «No se olviden de compartir y de hacer el bien, pues tales sacrificios son los que agradan a Dios» (Hb 13, 16).

Quizá quien mejor expresó el significado de ofrecer nuestra vida a Dios en su totalidad fue san Agustín, cuando dijo: «Ama y haz lo que quieras: si callas, calla con amor; si gritas, grita con amor; si corriges, corrige con amor; si perdonas, perdona con amor. Que la raíz del amor esté dentro de ti, porque de esa raíz no puede brotar sino el bien».

La verdadera ofrenda de los fieles se realiza cuando el amor se desborda hacia los demás, porque, como dice la Escritura, «yo quiero amor, no sacrificio; conocimiento de Dios, más que holocaustos» (Os 6, 6).

Una vida entregada al servicio del prójimo por amor es el ejemplo que nos dejó el Señor. Él nos envía su Espíritu para que sigamos este camino de salvación.

Un juglar de Dios.

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