Madre de la Iglesia

Cuando María expresó su consentimiento al plan de salvación de Dios diciendo: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38), abrió la puerta de la salvación de Cristo para toda la humanidad. En Jesús, nacido de María, se sella la nueva alianza con su sangre (1 Co 11, 25). Así como en el antiguo pueblo de Israel la alianza fue sellada con la sangre entre Dios y Abraham (Gn 15, 9-21; 17, 1-14), en el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, esta alianza ha sido sellada con la sangre de Cristo.

Por ello, decimos que gracias a la fe inquebrantable de Abraham se estableció la primitiva alianza del pueblo de Israel, que «bendecirá a todos los linajes de la tierra» (Gn 12, 3), y con justa razón lo llamamos «nuestro padre en la fe». Del mismo modo, al contemplar que fue por María y su fe firme que el Hijo de Dios asumió nuestra carne y sangre para salvar a toda la humanidad, tiene pleno sentido reconocerla como nuestra madre en la fe. María fue la primera en este mundo en contemplar el misterio de Dios hecho hombre y en creer en Él.

Si nuestra fe germina y se cultiva en el nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia, el Cuerpo místico de Cristo, del cual María es madre, con justa razón la llamamos «Madre de Dios y Madre Nuestra» y también «Madre de la Iglesia».

Más aún, el mismo Señor nos la entregó como madre desde la cruz (Jn 19, 27), en lo que San Ambrosio llamó su «testamento espiritual»: «Un testamento rico, no de dinero, sino de vida eterna; no escrito con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo». Nuestra fe está fundamentada en Cristo, el Hijo de María, quien fue la primera en creer que Jesús es el Hijo de Dios y el Salvador del mundo.

Un juglar de Dios.

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