María es Madre de la Iglesia porque en ella contemplamos ya realizado lo que será para todos nosotros, peregrinos en este mundo, la vida eterna. Desde su consentimiento al plan de Dios, manifestado por el ángel, fue modelo de fe, obediencia y humildad. Además, nos dejó una enseñanza fundamental, un camino seguro de salvación: «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2, 5). Y eso fue precisamente lo que hizo desde el instante en que proclamó: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
María fue la primera discípula de Cristo y, al ser primicia de la nueva vida en Él, nos muestra no solo que el camino del discipulado es posible, sino que también es seguro y deseable. En este sentido, y en muchos otros, nuestra fe cristiana está enraizada en María, pues ella creyó, esperó y nos entregó, como don, al Salvador del mundo. Por ello, la Iglesia le rinde un culto especial y la contempla como un hijo contempla a su madre, esperando de ella cuidado, protección y auxilio.
El camino que María ya recorrió es el que debemos recorrer nosotros; la gloria de la que ahora goza es la misma que esperamos alcanzar algún día; el amor y la comunión con Jesús que ella experimenta es el mismo anhelo que llevamos en el corazón. La Iglesia comprendió esto desde sus primeros siglos, y con razón, pues desde los comienzos de la predicación apostólica se nos dice: «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1, 14).
Creer en la comunión de los santos nos lleva también a creer que la intercesión orante de María no ha cesado, sino que, desde el cielo, sigue procurándonos abundancia de bienes espirituales. Testimonio de esta fe constante en el auxilio de la Madre de Dios es el himno más antiguo en su honor, «Sub tuum praesidium», que se reza en toda la Iglesia desde el siglo III:
Bajo tu protección nos acogemos,
Santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas
que te dirigimos
en nuestras necesidades;
antes bien, líbranos siempre
de todo peligro,
¡Oh Virgen gloriosa y bendita!
Un juglar de Dios.
María fue la primera discípula de Cristo y, al ser primicia de la nueva vida en Él, nos muestra no solo que el camino del discipulado es posible, sino que también es seguro y deseable. En este sentido, y en muchos otros, nuestra fe cristiana está enraizada en María, pues ella creyó, esperó y nos entregó, como don, al Salvador del mundo. Por ello, la Iglesia le rinde un culto especial y la contempla como un hijo contempla a su madre, esperando de ella cuidado, protección y auxilio.
El camino que María ya recorrió es el que debemos recorrer nosotros; la gloria de la que ahora goza es la misma que esperamos alcanzar algún día; el amor y la comunión con Jesús que ella experimenta es el mismo anhelo que llevamos en el corazón. La Iglesia comprendió esto desde sus primeros siglos, y con razón, pues desde los comienzos de la predicación apostólica se nos dice: «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1, 14).
Creer en la comunión de los santos nos lleva también a creer que la intercesión orante de María no ha cesado, sino que, desde el cielo, sigue procurándonos abundancia de bienes espirituales. Testimonio de esta fe constante en el auxilio de la Madre de Dios es el himno más antiguo en su honor, «Sub tuum praesidium», que se reza en toda la Iglesia desde el siglo III:
Bajo tu protección nos acogemos,
Santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas
que te dirigimos
en nuestras necesidades;
antes bien, líbranos siempre
de todo peligro,
¡Oh Virgen gloriosa y bendita!
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.