No es casual que, cuando recitamos el Credo, digamos que creemos en el perdón de los pecados justo después de profesar nuestra fe en el Espíritu Santo y en la Iglesia. Esto sucede porque la fe en la acción del Espíritu en la Iglesia nos mueve a creer que, realmente, nuestros pecados son perdonados. Todos ellos pueden ser perdonados. En la Iglesia, donde habita y brota el Espíritu Santo, no existe un solo pecado, por grave que sea, que no pueda ser perdonado. La fuente del perdón no tiene límites, porque así lo ha querido el mismo Señor cuando dijo a sus apóstoles: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23).
Esta verdad de fe, que Dios puede perdonar en su Iglesia todos los pecados, está unida a la fe en que Dios actúa en la historia y «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). Y si a la fe en el Señor se une el Bautismo, porque «el que crea y se bautice se salvará; el que se niegue a creer se condenará» (Mc 16,16), significa que el Bautismo es el primer sacramento para el perdón de los pecados. Es por eso que creemos en «un solo Bautismo para el perdón de los pecados», porque con él se nos abre la puerta de la salvación: fe, Bautismo y perdón de los pecados para nuestra salvación, el gran misterio del amor de Dios.
El acercarnos a la fe pasa necesariamente por el perdón de los pecados, lo que implica conversión y cambio de vida. No se concibe un camino de fe que se resista a la conversión y a implorar el perdón para una verdadera unión con Dios. El pecado es ruptura con Dios, por lo cual la fe debe movernos a pedir el perdón de nuestros pecados. Lo enseña bellamente el Apóstol: «Toda persona que está en Cristo es una creación nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha llegado. Todo eso es obra de Dios, que nos reconcilió con él en Cristo y que a nosotros nos encomienda el mensaje de la reconciliación. Pues en Cristo Dios estaba reconciliando el mundo con él; ya no tomaba en cuenta los pecados de los hombres, sino que a nosotros nos entregaba el mensaje de la reconciliación. Nos presentamos, pues, como embajadores de Cristo, como si Dios mismo les exhortara por nuestra boca. En nombre de Cristo les rogamos: ¡déjense reconciliar con Dios!» (2Co 5, 17-20).
Un juglar de Dios.
Esta verdad de fe, que Dios puede perdonar en su Iglesia todos los pecados, está unida a la fe en que Dios actúa en la historia y «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). Y si a la fe en el Señor se une el Bautismo, porque «el que crea y se bautice se salvará; el que se niegue a creer se condenará» (Mc 16,16), significa que el Bautismo es el primer sacramento para el perdón de los pecados. Es por eso que creemos en «un solo Bautismo para el perdón de los pecados», porque con él se nos abre la puerta de la salvación: fe, Bautismo y perdón de los pecados para nuestra salvación, el gran misterio del amor de Dios.
El acercarnos a la fe pasa necesariamente por el perdón de los pecados, lo que implica conversión y cambio de vida. No se concibe un camino de fe que se resista a la conversión y a implorar el perdón para una verdadera unión con Dios. El pecado es ruptura con Dios, por lo cual la fe debe movernos a pedir el perdón de nuestros pecados. Lo enseña bellamente el Apóstol: «Toda persona que está en Cristo es una creación nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha llegado. Todo eso es obra de Dios, que nos reconcilió con él en Cristo y que a nosotros nos encomienda el mensaje de la reconciliación. Pues en Cristo Dios estaba reconciliando el mundo con él; ya no tomaba en cuenta los pecados de los hombres, sino que a nosotros nos entregaba el mensaje de la reconciliación. Nos presentamos, pues, como embajadores de Cristo, como si Dios mismo les exhortara por nuestra boca. En nombre de Cristo les rogamos: ¡déjense reconciliar con Dios!» (2Co 5, 17-20).
Un juglar de Dios.
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Que el Señor te conceda su paz.