Creo en la resurrección de la carne.

Dice Jesús: «El que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna; ya no será juzgado, porque ha pasado de la muerte a la vida. No se asombren de esto: llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán mi voz. Los que obraron el bien resucitarán para la vida, pero los que obraron el mal, para la condenación» (Jn 5, 24.28-29).

Los cristianos creemos en la resurrección desde una doble vía: por una parte, creemos que Jesús verdaderamente ha resucitado (Lc 24, 34); y por otra, creemos que nosotros también resucitaremos. Y esto lo creemos porque la muerte corporal no es el estado definitivo del ser humano.

Al morir, nuestra «carne» (es decir, la parte de nuestro ser que es frágil y mortal) experimenta la corrupción, mientras que nuestra alma (la parte de nuestro ser que no es carnal y, por lo tanto, es inmortal) va al encuentro del Señor y de su juicio. Esto lo sabemos porque la misma Escritura nos lo ha revelado: «Hablen, por tanto, y obren como quienes han de ser juzgados por una ley de libertad. Habrá juicio sin misericordia para quien no ha sido misericordioso, mientras que la misericordia no teme al juicio» (St 2, 12-13).

Una vez que ocurra el juicio definitivo, esta separación entre el cuerpo y el alma está llamada a terminar, porque el ser humano es una unidad compuesta de espíritu y cuerpo. El mismo Cristo se «encarnó» (se hizo carne) para poder salvarnos completamente, en alma y cuerpo, ya que no se puede salvar aquello que no se asume. Por eso enseña el Apóstol que Jesús, «tomando la condición de servidor, se hizo semejante a los hombres. Y, encontrándose en la condición humana, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 7-8).

Si la muerte corporal es un misterio, mucho más lo es la resurrección. Sabiendo que la naturaleza humana es una unidad de cuerpo y alma, entendemos que todos vamos a resucitar; es decir, que estas dos realidades, separadas por la muerte, se volverán a reunir. Pero no todos resucitaremos para la vida eterna, ya que quien haya rechazado a Cristo en vida no puede morir en Él y, mucho menos, resucitar con Él. Aquellos resucitarán, sí, pero para una muerte eterna y definitiva. En cambio, los que murieron con Cristo resucitarán para la vida eterna; es decir, aquellos a quienes el Señor dirá:

«Vengan, benditos de mi Padre, y tomen posesión del Reino que ha sido preparado para ustedes desde el principio del mundo. Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer; tuve sed y ustedes me dieron de beber. Fui forastero y me recibieron en su casa; estuve desnudo y me vistieron; enfermo, y me visitaron; en la cárcel, y fueron a verme» (Mt 25, 34-36).

Un juglar de Dios.

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