¡Vida eterna!

Dice el Apóstol: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva... y vi a la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia que se adorna para recibir a su esposo. Y oí una voz que clamaba desde el trono: "Esta es la morada de Dios con los hombres; él habitará en medio de ellos, ellos serán su pueblo, y él será Dios-con-ellos; él enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte ni lamento, ni llanto ni pena, pues todo lo anterior ha pasado."
Y el que está sentado en el trono dijo: "Ahora todo lo hago nuevo"... Esta será la herencia del vencedor: yo seré Dios para él, y él será hijo para mí. Pero para los cobardes, los renegados, los corrompidos, los asesinos, los impuros, los hechiceros, los idólatras, en una palabra, para todos los falsos, su lugar y su parte es el lago que arde con fuego de azufre, que es la segunda muerte."
La ciudad no necesita luz del sol ni de la luna, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero. A su luz caminarán las naciones, y los reyes de la tierra llevarán a ella sus riquezas. Nada manchado entrará en ella, ni los que cometen maldad y mentira, sino solamente los inscritos en el libro de la vida del Cordero» (Ap 21).

Esta visión puede ser, quizá, la mejor explicación de lo que es la vida eterna: una vida que comienza luego de la muerte corporal y que se prolonga en el mismo sentido en el que se vivió la vida terrenal. Para unos, será eternidad de vida; para otros, muerte eterna.

Vida eterna y muerte eterna son los caminos que se abren ante todo hombre y mujer luego de su salida de este mundo, siendo la muerte una especie de notario: ella ratifica para la eternidad aquello que fue elegido libre y voluntariamente durante la vida. Es decir, para quien ha abrazado (de un modo explícito o de cualquier otro modo) la fe en Cristo, le espera un camino hacia la plenitud de Cristo en el Padre y el Espíritu. En cambio, para aquel que decididamente eligió la lejanía de Dios, le espera una confirmación de esa lejanía eterna. Eso es justamente lo que llamamos «infierno»: una eterna lejanía del Dios del cual, en vida, decidimos alejarnos.

El misterio de la vida eterna tiene dos partes: la primera, que siendo creación de Dios a su imagen, estamos llamados a ser eternos; la segunda, que Dios no nos obliga nunca a amarlo ni a buscarlo, ni ahora ni mucho menos en la eternidad. En contraste, la vida eterna es la esperanza del cristiano en esta vida, porque «si hemos muerto junto a Cristo, debemos creer que también viviremos con Él» (Rm 6, 8). La vida eterna es la fuente de nuestra alegría y esperanza para el mundo, porque Dios nos ha invitado a todos a ocupar el lugar que, como hijos, nos corresponde en su casa.

Un juglar de Dios.

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